jueves, 15 de enero de 2009

La conquista por Alfredo Varela

¿Quiénes son? La selva no los conoce, no los ha amamantado, no los quiere. No son sus hijos. Tienen rostro extraño, vestidos raros, costumbres diferentes. Cada una de sus voces suena duramente en la selva hollada, entre los helechos luminosos y serpeantes, bajo las enormes ramas extendidas por doquiera en fraternal alianza montaraz. Nadie los conoce. Preguntad noticias de ellos al vivaz coatí-serelepe, al ágil carayá, a los tímidos y elegantes venados, al torpe tapir. Nada saben, sino que los han visto pasar, una mañana, una tarde, una noche. Vieron su encendido fuego vigilante, su rápido buque imponente deslizándose veloz por las aguas, oyeron el gruñido de sus armas. Una sola cosa han comprendido: no es gente amiga. Traen intenciones prepotentes, paso conquistador. No intentan siquiera ganar la confianza de la selva y de sus habitantes, desconfían de ella, temen. Es porque sus intenciones no son generosas. No vienen a quedarse: están de paso. No detienen nunca el pie: son una raza nómade, inquieta. La belleza de la selva se les escapa. Vienen avariciosos, anhelantes, ávidos. Acuden en busca de fortuna. Son aventureros. Plantas desarraigadas, hostiles a todos los suelos y a todas las patrias. Son los descendientes de los galeotes de Colón, de los castellanos ambiciosos y haraganes que asaltaron México y Perú: son los cazadores de los nativos del África, los implacables negreros; son los mismos buscadores frenéticos de oro del Yukón o la Baja California; los que torturaron a Atahualpa para arrebatarle sus tesoros; los dueños de los cauchales del Amazonas, de las plantaciones de la Malasia. Son los siempre errantes, los siempre ambiciosos, los despiadados. Nunca siembran, ni plantan, ni fecundan. Desarraigan, destrozan, hieren, matan. Su misión es arrancar y violar. Por donde pasan los pequeños Atilas hambrientos, no vuelve a crecer el pasto, ni las aguas, ni los peces. Tienen la mirada dura, ansiosa. No conocen la piedad. Su vista sólo se posa buscando algo para despojar, para apoderarse, para llevarse consigo. Su única meta es el botín. Su única ley, la codicia. Caminan sobre muertos, dejan detrás desiertos, árboles tronchados, tierras removidas, paisajes mustios y secos. Los empuja la vida, el ansia de vivir, pero sólo llevan por doquiera la muerte. Son como las suntuosas enredaderas parásitas, que sólo largan la presa cuando la han exprimido por completo. Al verlos aparecer, la selva tiembla. Son sus enemigos. Sabe que desde ese momento se entabla una lucha honda y decisiva, a muerte. O ella, o los invasores. Emplea sus mejores armas, las más terribles, las aún no conocidas. Utiliza el veneno y el abrazo de sus serpientes, sus mosquitos portadores de fiebres, sus laberintos, la hosca impenetrabilidad de sus montes, de sus tacuarales interminables; les opone legiones de bichos, el enloquecedor mbarigüí, la asquerosa ura, el peligroso pique. Los alucina en las noches inseguras, los hostiliza, asusta y pierde. Lanza contra ellos, implacable, tribus salvajes e indomadas, piaras de tatetos hambrientos, arañas monstruosas. Hace descender sobre los agresores el miedo, la locura, el desaliento. Apenas ellos ceden una pulgada, están perdidos. La selva se arroja con su poder ancestral sobre las débiles carnes y la maltrecha voluntad de los aventureros. Puede asegurarse entonces que ya no llegarán a los yerbales vírgenes. Pronto da cuenta de ellos. Y entonces lanza un múltiple, alucinante grito de victoria, que comparten y repiten interminablemente sus animales y sus vegetales, todos los seres acogidos a su amorosa solicitud. La imponente madre ha triunfado una vez más, y todos comparten su júbilo. Por un tiempo —nadie sabe cuánto—, la vida seguirá como hasta entonces. Los invasores han sido derrotados.
(Páginas 63, 64 y 65)

El río oscuro, Alfredo Varela, Capital Intelectual, 2008

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