martes, 4 de enero de 2011


"La invención del gaucho". Guillermo David



Leopoldo Lugones: la invención del gaucho.

 La escena es conocida. El hombre en el proscenio, enhiesto, ufano, lee sus caprichosas genealogías sobre el poema épico al que daría estatuto fundacional de la nación ante un Teatro – el Odeón- repleto; el ex-presidente Roca saluda desde el palco oficial. El primer Centenario de la proclamación de la Independencia conocería la publicación de aquellas conferencias bajo el título de El Payador, magnífico canto de cisne de una Argentina geórgica que languidecía en sus formatos antiguos bajo los embates de la modernización propinada por la generación del ochenta. Desde entonces ha transcurrido casi un siglo. En vísperas de un nuevo Centenario cabe evaluar la figura de aquel poeta y crítico mayor, su vigencia, sus atendibles despropósitos y sus incitaciones acuciantes recortadas sobre los dilemas de una Argentina paradójica que cada tanto actualiza las preguntas fundamentales surgidas en aquellas coordenadas.
Leopoldo Lugones fue a su época lo que Borges a la nuestra. Terrible sombra tutelar a conjurar, su obra, que involucra indisociablemente complejas operaciones de construcción de su imagen pública así como no menos raras recolocaciones ante la deriva de la historia presente, interpelaba a las conciencias literarias en forma ineludible, directa[i]. No se podía ser indiferente a su voz -una voz de orden, dionisíaca, desmesurada, trágica, persistente-, que fue un modelo enorme a partir del cual definirse. A ese dilema clásico de las herencias la crítica suele darle el nombre de “canon”. Ciertamente, buena parte de las mejores páginas de Martínez Estrada, de Borges, de Astrada, estarían tramadas con sus reflexiones sobre la lengua literaria y la idea de nación en un diálogo que ya fue disputa sorda, ya emulación subrepticia, ya reconocimiento explícito. Por otra parte, la historia propondría transmutaciones vivientes del mito configurado en ellas que tensaron hasta la crispación la apropiación de esa herencia, sometiéndola a paradojas imprevistas. A balances del sino contenido en su nombre los dos primeros dedicarían sendos libros que lo llevan por título. Pero serán Radiografía de la Pampa y Muerte y transfiguración de Martín Fierro, para el profeta de San José de la Esquina, y Martín Fierro para el autor de El Aleph, tensionados en un haz crítico con El mito gaucho de Carlos Astrada, los textos que conforman el mapa de la presencia eminente de la visión de Lugones en las letras vernáculas.
A las obras que acabo de mentar El Payador las contiene bajo la forma de la precursión: la prefiguración temática, el diseño de sus claves intelectivas, en fin, su tesis central, instaron a sus sucesores a producir una actualización crítica recortada ante las urgencias de la hora con nuevos lenguajes y desde ideologías diversas. En sus páginas se propone, clásicamente, la imagen del gaucho como entidad emblemática de la argentinidad, surgido –construido- en el centro del sistema literario decimonónico bajo la forma de un poema épico, el Martín Fierro. Al constituir la pregunta central a partir de la cual se define la peculiaridad de las ficciones vernáculas –¿Qué es un gaucho?- Lugones deviene el inventor del núcleo fundante de la literatura argentina.
El Payador esgrime un ademán que va de la indagación de las formas raciales, sociales y culturales que asumió la figura del gaucho, hasta las variantes religiosas, filosóficas y políticas de su vicisitud histórica. Para narrar su genealogía Lugones parte de una constatación: en la Argentina fracasó la conquista española. Civilizó montañas y selvas, pero no la pampa; su inmensidad era el obstáculo que propiciaba la barbarie, robustecida con la apropiación del ganado. Por otra parte, no se pudo integrar a los indios: hubo de exterminárselos. Pero no ha de lamentar la pérdida: para Lugones se trataba de “razas sin risa”, jinetes cercanos al reino animal que vivieron inmersos en la “solidez alarmante del feudalismo patagón”.
Los gauchos, forma híbrida de españoles cruzados con árabes, se mixturaron aquí con indios; constituyen así, en el lenguaje de Lugones, una “sub-raza de transición”, que ha de ser eficaz contención contra la barbarie en tanto participa de su naturaleza y de las de la civilización, cuyo estímulo porta. Pero los mestizos fueron desplazados en los trabajos urbanos por los esclavos negros, y se afincaron a las fronteras. El orgullo que heredó del hidalgo le impedía los trabajos serviles –explica el poeta, preparando su relato del honor. El gaucho tuvo el dominio de la pampa a caballo; su soledad, la inmensidad de su experiencia, el desamparo, forjaron su autosuficiencia y lo hicieron proclive a la serenidad, la meditación, que labraron la sobriedad de su carácter. El vigor, la aventura, no van reñidas con la compasión, la cortesía, la elegancia que lo animan -aduce. Su melancolía conlleva virtudes sociales como el pundonor, la franqueza, la lealtad, que faltan al “salvaje” y son atributos del gaucho. Pero este no carece de falencias que labrarán su desdicha. En condiciones críticas, sostiene Lugones, da curso al atavismo salvaje que lo habita: es cruel en la guerra, brutal e iracundo, misántropo. Ocio y pesimismo son también legados de españoles e indios. Rebelde contra la autoridad o la propiedad del rico, es justiciero por propia mano. Pero –matiza- si bien en su errancia no halla querencia, la pobreza lo hace libre. “La vida del hogar fue, así, rudimentaria para el gaucho, y por consiguiente, baladí en su alma el amor de la mujer”; “el no fue amante, sino de la libertad” –aventura.
Para acentuar su carácter híbrido Lugones lee al gaucho en su traje como sucesión de capas histórico culturales: el chiripá es quichua, la bombacha árabe, etc. Por lo demás, “Raro el gaucho que no fuese guitarrero, y abundaban los cantores”, afirma: es por ello que el payador constituyó el tipo nacional. Vivía, errante, de la guitarra y los versos; sus creencias reducíanse a unas cuantas supersticiones. Tal la retahíla de rasgos que apunta Lugones para establecer el tipo. De modo que su mirada va haciendo de la figura social un tipo humano que tiende a traspasar sus condiciones de aparición. “Fácil será hallar en el gaucho el prototipo del argentino actual” –sostiene. Pero, alarmado ante la audacia que está proponiendo, y que de hecho alentará su legibilidad ulterior, hace la salvedad: “No somos gauchos, sin duda, pero ese producto del ambiente contenía en potencia al argentino de hoy, tan diferente bajo la apariencia confusa producida por el cruzamiento actual”. “Cuando esta confusión acabe, aquellos rasgos resaltarán todavía, adquiriendo, entonces, una importancia fundamental el poema que los tipifica, al faltarles toda encarnación viviente”. De esta frase surge toda la literatura posterior. Y contiene en clave alegórica buena parte de la política argentina también.
El gaucho prototípico subsistiría mientras las condiciones ambientes permaneciesen, mas ello no habría de durar. “Su desaparición” –afirma en un desahogo- es un bien para el país, porque contenía un elemento inferior en su parte de sangre indígena; pero su definición como tipo nacional acentuó en forma irrevocable, que es decir, étnica y socialmente, nuestra separación de España, constituyéndonos una personalidad propia”. Lugones maneja la paradoja con astucia y conveniencia. Su desprecio aristocrático y racista se tensa con el ansia de dar con un sujeto histórico de la emancipación que dé sustancia a la singularidad argentina. La aparición del gaucho favoreció la independencia porque impidió la total españolización –sostiene-, pero también la guerra gaucha llevó a que defendiera aquel medio donde había nacido, contra la “civilización transformadora”. “Por eso estuvo con los caudillos cuya política pretendía mantener las costumbres de la antigua colonia en la república”. Hay en él un impulso retardatario inscripto en su origen mismo. El surgimiento de las relaciones personales con el caudillo en la vaquería es narrado en forma curiosa por el ex anarquista Lugones: “Como la moneda escaseaba mucho, los peones tenían por salario una parte del botín, poco valiosa, después de todo, en aquel comunismo de la abundancia, de suerte que su dependencia del patrón era, ante todo, un arrimo por simpatía”. Queda así comprendido, y, de algún modo, excusado, el personalismo que animará figuras de gran relevancia para nuestra historia, de Rosas a Yrigoyen y Perón, fantasmas pesadillescos para el pensamiento oligárquico. Asimismo, Lugones postula una subordinación natural del gaucho al blanco de las ciudades; de ese modo “su patronazgo resulta un hecho natural”. Por ello puede afirmar que se trata de una especie en extinción: “Quien de suyo se somete, empieza ya a desaparecer”, postula, disolviendo la responsabilidad histórica de las clases dominantes que había esbozado poco antes.
El por entonces considerado nuestro vate mayor –recuérdese que habla en el momento epifánico de la república moderna- se esfuerza en rescatar la figura simbólica del gaucho sin menoscabar a sus sepultureros. La oligarquía tuvo la inteligencia y patriotismo de preparar la democracia contra su propio interés en nombre de la futura grandeza de la nación –sostiene inverosímil. Aunque -trata de matizar-, ello no disculpa ninguno de sus errores, entre los cuales figura la destrucción del gaucho. Si la salvación y la libertad fueron obra del gaucho -vencida la revolución, solo los hombres de Güemes, cuyas hazañas cantara en La Guerra Gaucha, resistieron, afirma- el destino le jugó una mala pasada. “La política que tanto lo explotó, nada hizo para mejorarlo”. “Él, como hijo de la tierra, tuvo todos los deberes, pero ni un solo derecho, a pesar de las leyes democráticas”. Paria en su tierra, fue pospuesto por el inmigrante que valorizaba la tierra para la burguesía. “Ya no necesitaba de él la patria injusta, entonces se fue el generoso. Herido al alma, ahogó varonilmente su gemido en canciones”.
Pero allí quedó el poema hernandiano, que, en tanto poesía épica, “encarna la vida heroica de una raza”. Los héroes son para Lugones ejemplares humanos superiores; proponen al futuro un ideal de verdad, de belleza y de bien que hacen a su calidad moral, y es la épica, que procede al elogio de sus empresas inspiradas por la justicia y la libertad, la que sustancia la nueva nación. Los trovadores rurales son los portadores de la lengua que desgajada del tronco grecolatino elude el cristianismo, al cual Lugones, lector de Nietzsche, considerará “religión de esclavos”. La poesía es agente primordial en la creación de un nuevo lenguaje; otro castellano estaba en ciernes en la lengua del payador. “Si la justicia es el bien asegurado a cada uno por la sociedad, el honor es el correspondiente sacrificio que la sociedad exige a cada uno”: el Martín Fierro canta ese destino del gaucho.
Por esa cuerda del relato del honor Lugones enfatizará la inspiración religiosa que anima la épica, puesto que infunde valores trascendentes a la vida histórica de los hombres: justicia y libertad son esperanzas supremas. La poesía épica es religiosa, es religión civil que funda la nación. El Martín Fierro –en el que ve al misticismo poético del indio y del árabe redivivos- surge de ese ímpetu anímico. Las payadas son convites filosóficos; la invocación a los santos milagrosos, como en las églogas virgilianas, “prueba la persistencia del carácter grecolatino en nuestra raza”. Por ello Lugones, en otro alarde de audacia intelectual que trasciende lo verosímil, puede sostener que veinte siglos de servidumbre cristiana serán redimidos por el resurgir del espíritu griego a través del canto del payador. El noble linaje hercúleo del gaucho habita como una sombra la nación futura.

Sarmiento abría su manual del exterminio étnico –Conflicto y armonías de las razas en América- con la pregunta: “¿Quiénes éramos cuando nos llamamos americanos, y quiénes somos cuando argentinos nos llamamos?” Aún en su sintaxis amañada, formulada en vísperas de la masacre fundacional del Estado moderno que fue la llamada Conquista del Desierto que acabó con el encierro, destrucción, y expropiación territorial de las naciones originarias, la cuestión señalada ameritaba la interrogación por el ser actual de los argentinos a la vez que suponía –y proponía- un borramiento del pecado de origen.
La consolidación del Estado nacional, producido el ingreso de la masa inmigratoria que modificó para siempre el mapa vital de las ciudades, requería la construcción imaginaria de la nueva entidad colectiva a la cual subsumirla, una imagen englobante que comprendiera las diferencias. Si Sarmiento dejaba en la sombra aquel pasado indiano y presentaba como problema y solución la asunción de la civilización de matrizado europeo occidental que vendría a suturar la herida de origen, Lugones, más sutil, y, hay que reconocerlo, mucho más audaz, daba en la cuerda simbólica adecuada. Menudo dilema era el que se le planteaba. Porque hacer del gaucho, como fue su intención, la figura híbrida que condensa las múltiples dimensiones históricas y sociales que confluyeron en la construcción de la identidad nacional, tras una historia de las disputas sangrientas de las guerras civiles que atravesaron el siglo hasta arribar al ‘80, suponía asumir el riesgo de invertir el diagnóstico sarmientino. El elogio indirecto de la barbarie –aunque presuntamente derrotada, parejamente acechante en sus trasmutaciones: ya él mismo había abjurado suficientemente de la “democracia guaranga y niveladora” del yrigoyenismo con alardes aristocráticos como para condescender a una de sus formulaciones- que ciertamente cabía en su lectura del Martín Fierro, desmentía el ansia civilizatoria de la cual se proponía a sí mismo como adalid mayor. Pues no hay que olvidar que Lugones acentuará cada vez más, con las décadas, su autofiguración como brújula y faro, su deseo de regir el destino de la nación con su palabra y acción levantadas. Ya sea como inspector de escuelas, como escriba del régimen o apólogo del gobernante de turno, ya como poeta que propone un nuevo lenguaje, que funda en el verbo la inflexión argentina del modernismo americano con sus ínfulas autonómicas (lo cual hasta lo llevaría al intento de escritura de un diccionario de la lengua usual), esgrimió cada gesto con ademán fundacional autosuficiente, del todo conciente de su potestad. Incluso, siguiendo a Ruskin, auscultará la arquitectura autóctona en busca de las piedras liminares de la nación: Las misiones jesuíticas harán, en su imaginario, junto a su verbo poético y su indagación del canto épico nacional, el núcleo de la nación futura.
Pero había que definir un sujeto que lo soporte y encarne. Y allí estaba el Martín Fierro a la mano. Grave decisión la de fundar la subjetividad nacional en la figura del gaucho, por la contravención del ya para entonces incuestionable esquema sarmientino, a cuya indeseada consecuencia –el “aluvión zoológico” de italianos y españoles que venían a desgarrar la “pureza” criolla del tejido social- se le sumaba otro dilema no menor: qué hacer con la Iglesia, con la abominada herencia cristiana. Lugones sorteará ambos bretes con gracia en una operación de lo más curiosa, que fundamenta El Payador. Pues si el gaucho es el emblema del hombre argentino, lo resuelve diciendo que corresponde a una figura social ya desaparecida, barrida por la civilización:  preparaba Don Segundo Sombra. Y por el otro lado, sostenía que el gaucho era heredero del centauro arábigo, imbuido de un panteísmo animista, que descreía de las instituciones y, en general, de los valores. Con lo cual eludía en un solo movimiento dos milenios de imaginario cristiano bien asentados.
Devenía así, en ese como en tantos otros sentidos, el inventor del núcleo de la literatura argentina en la medida en que colocó en el centro del sistema literario al Martín Fierro, hasta ese momento considerado apenas como una mera obra de raigambre popular más. Al construir en su texto al gaucho como figura nacional, como modelo platónico, encarnación de una esencia que perviviría transmutada en las sucesivas generaciones de argentinos dando la horma de nuestro ser en el mundo, alentaba la respuesta al largo debate sobre la identidad nacional que atravesaría el siglo. Y que hoy, aún pese a la crítica que ha merecido su esencialismo y no pocas de sus posiciones y visiones que de él derivan (mencionemos por caso su racismo de cuño aristocrático, su hispanismo subrepticio, su vocación autoritaria, entre otras) del todo tributarias de la época, resultan de una pertinencia no superada.
Aquellas dos vertientes de su propuesta del gaucho mitológico como entidad que conjuga la diversidad nacional serán recogidas, con lenguaje filosófico, por Carlos Astrada en 1948: El mito gaucho opera en el conjunto de textos que formulan el problema de la identidad colectiva, con el peronismo como telón de fondo, como una actualización del dilema lugoniano. Se propone en su texto una descripción del tipo antropológico argentino, con sus estilos y caracteres propios que lo distinguen claramente; su cosmovisión panteísta y telúrica, que diseña en términos de una teología popular, su pertenencia al mito de la estirpe, en relación al cual construye su gracia o su desdicha en el devenir histórico, etc. aparecían diseñados en el Martín Fierro. De aquellos rasgos deriva incluso una filosofía política, a la que Astrada llama gauchocracia comunitaria, cercana a la Comunidad Organizada justicialista –y, por supuesto, ya distante de las ínfulas fascistas de Lugones-, mas dotada de una cierta reserva hacia el Estado y sus detentadores, y una impronta más fuertemente societalista e igualitaria, que hace de la mezcla, de la hibridación social –ya no racial-, la argamasa de la emancipación futura. Lo que le permitirá reformular en clave revolucionaria marxista el mito cuando los años sesenta lean la saga de Fierro y sus hijos con ánimo redentor.
Aquella posibilidad será también claramente percibida como el problema mayor de la herencia decimonónica por Martínez Estada, que el mismo año ‘48 entregará en Muerte y Transfiguración de Martín Fierro su intento de conjura del epos nacional en el texto al que ve como propiciador de un Facundo redimido, y por tanto merecedor de un nuevo Sarmiento –él mismo. Ya desde comienzos de la Década Infame la sombra terrible del centauro pampero se le había aparecido como premonición del mal: irredimible, la Argentina peroniana que corroboraba aquellos terrores lo empujaba a irse, a combatir al monstruo con su verba engastada de alegorismos morales desde algún refugio resistente. La existencia desdichada de este hombre que hubo de recluirse en su ostracismo electivo de Bahía Blanca se vería puntuada por el drama de la enfermedad: Martínez Estrada tenía un problema de piel con el peronismo. Su cura sería verbal: disparará ensayos desde el vértigo horizontal del lecho como quien recita un ensalmo piadoso a manera de ofrenda.
La estrategia empleada en Muerte y transfiguración será curiosa: contra toda evidencia, el radiógrafo infatuado trataría de sacar de los manoseos de la historia al poema devenido epopeya nacional. Para ello necesitó no sólo aislar el texto de sus filiaciones e incidencias más obvias sino –y sobre todo– menoscabar sus figuras centrales. Urdió entonces una estratagema extraordinaria: les confirió un animismo extremo a los personajes, quienes según él ingresan en la trama para dislocar sus cimientos, liberados de la tiranía del autor. Pues para sorpresa de cualquier lector del poema Martínez Estrada sostiene que Cruz es el personaje primario, alter ego de Hernández, que con su irrupción en el texto anula la voz de Fierro, su “anti él”. El encuentro con Cruz mata a Fierro, le quita su empresa de insurrección; el rebelde ha sido desarmado para siempre por el traidor advenedizo, sostiene. Obsérvese que si le aplicamos a esta construcción el tipo de lectura alegórica martinezestradista, el sargento Cruz, un militar de rango menor que se pasa de bando y plegándose al destino del perseguido decide cambiar de pelaje, transformarse en su otro, remite en 1948 de un modo inmediato a Perón, “el jefe de sus propios enemigos”, como lo llamaría León Rozitchner. De modo que por esa cuerda la verdad del Martín Fierro exhumada por un sagaz psicoanálisis silvestre es siempre moral y reside en un más allá del texto.
Para Martínez Estrada su anomalía radical propició en manos de los críticos un equívoco fundamental, que comporta la muerte del libro de Hernández. Puesto que no sería la continuidad del lenguaje rural sino su revolución, ni la construcción heroica de un modelo de hombre argentino sino una dramática denuncia de la “máquina de daños” –el estado de la cosa social–, fallido por la integración de Hernández al sistema político, lo que transfiguró su destino lector. Era claro que el nítido afán clausurante de su intento por el que pretendía hundir la construcción mítica caería en el más rotundo de los fracasos. Pero es su misma operación, por increíble, casi diríamos delirante, la que labró su legibilidad ulterior. Para él, la triste tragedia inevitable de la encarnación del mito en una fuerza histórica bastarda habría de resolverse de algún modo. Pero no dirá cuál. Esa será la falencia y la virtud del libro. La época no veía con buenos ojos las vastas alegorías políticas, género de lectura póstuma si los hay. A Martínez Estrada poco le importó. Durante toda su vida lo había aquejado, no sin gozo, el síndrome de Casandra, la pitonisa condenada a predecir la verdad y ser desoída. Desapercibidas, sus admoniciones caían irremediablemente en saco roto. Sólo le restaba tras cada exhortación flamígera el tardío e inútil consuelo de la corroboración ulterior, cuando ya no importaba.
La carencia de un sujeto histórico que asumiera la resolución de la negatividad de la Ida, aunque más no fuera, como en Astrada, con la apelación al comunitarismo de la Vuelta de Martín Fierro, es la falla interna del libro. Mas al igual que sucede en el Facundo, parece ser su condición de pervivencia, de la transmutación de lecturas que abre. Y es que este hombre atribulado no podía hallar un correctivo a sus diagnósticos a riesgo de volverse contra sí mismo más allá de lo que la veleidad del ensayista puede tolerar. Pues aún por entonces resultaba impensable su adscripción a las huestes radicalizadas que vendrían. Será preciso el huracán de la Revolución Cubana para que condescendiera a dar con una fuente de redención social acorde a sus anhelos. Al igual que su Qué es esto, proferido en el ’56, más dramáticamente atravesado por este dilema, Muerte y transfiguración careció de encarnadura política posible. Esa es la clave de su pertinencia crítica ulterior.
Paradójicamente (él, que tanto gustaba de la paradoja como figura retórica, y que indagó en sus variaciones tomándola como ocasión privilegiada de conocimiento), atrapado en la red de lo que critica, contribuyó a consolidar la vitalidad del mito gaucho con su libro, pese a su declarada intención de devolverlo al parnaso vacío de las rebeliones derrotadas. Puesto que el mito forjado por Hernández y canonizado por Lugones vive en la totalidad de sus versiones; en la suma de sus desplazamientos va modulándose y deviniendo fuerza actual. En repetirse pero a la vez en no permanecer siempre igual a sí mismo estriba la garantía de su permanencia, su eficacia simbólica. Esa es la venganza del propio texto hernandiano y el motivo de la vivacidad del magnífico despropósito de Martínez Estrada que, pese a sí mismo, prosigue aquella estela. Muerte y transfiguración fue su Facundo. Nadie lo notó.
Por su parte, y en una cuerda similar, Borges advertirá el riesgo de asomarse a esa bestia del imaginario colectivo, pero no dejará de caer en la tentación de invocar su sombra en sus propias ficciones: será su veta populista, poblada de orilleros, gauchos malos, justicieros y arbitrarios, cíclicamente retornante, su modo de proseguir aquel impulso épico alumbrado por Lugones. El suyo es también un relato del honor. Pero, retráctil ante su deriva política, preñada de peronismo, pondrá esa afición en términos de puja entre sus dos linajes: Inglaterra y las pampas. Y cuando no le rinda la distinción, proseguirá camino hacia la parodia inclemente: La fiesta del monstruo. De allí surgirán las vanguardias estéticas setentistas que actualizarán el mito: Osvaldo Lamborghini con su gauchesca paródica conducirá al abordaje tardío y parcializado de Josefina Ludmer, que, sin embargo, no percibe más que superficialmente el problema de la catarsis política que implica la deriva del texto en el país.
Macedonio Fernández resumió el dilema abierto por Lugones en un chiste con aires de zen criollo: Los gauchos son un invento de los estancieros para entretener a los caballos. Aquella creación ficcional de un estanciero federal, que fue el gaucho Martín Fierro, proclamada su extinción como figura histórica en la escena oligárquica para poder devenir figura simbólica, emblema que anuda naturaleza y cultura, daría con la suerte de todo mito: sus transmutaciones, sus encarnaciones históricas sucesivas, aún cifran el destino patrio.

Bibliografía.
Astrada, Carlos: El mito gaucho. Fondo Nacional de las Artes. Bs. As., 2006.
Borges, Jorge Luis: Lugones. Bs. As., Pleamar, 1965.
Borges, Jorge Luis – Guerrero, Margarita: Martín Fierro. Bs. As., Columba, 1953.
López, María Pía: Lugones: entre la aventura y la cruzada. Bs. As., Colihue, 2004.
Lugones, Leopoldo: El Payador. Ediciones Centurión. Bs. As., 1961.
Martínez Estrada, Ezequiel: Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Bs. As., CEAL,. 1983


[i] Remito con fervor a Lugones: entre la aventura y la cruzada (Colihue, 2004) de María Pía López,  fundamental estudio sobre el poeta que establece las coordenadas –los extremos- entre los que osciló la articulación de su palabra con el espacio público.

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