Leopoldo
Lugones: la invención del gaucho.
La escena es conocida. El hombre en el proscenio, enhiesto, ufano, lee sus caprichosas genealogías sobre el poema épico al que daría estatuto fundacional de la nación ante un Teatro – el Odeón- repleto; el ex-presidente Roca saluda desde el palco oficial. El primer Centenario de la proclamación de la Independencia conocería la publicación de aquellas conferencias bajo el título de El Payador, magnífico canto de cisne de una Argentina geórgica que languidecía en sus formatos antiguos bajo los embates de la modernización propinada por la generación del ochenta. Desde entonces ha transcurrido casi un siglo. En vísperas de un nuevo Centenario cabe evaluar la figura de aquel poeta y crítico mayor, su vigencia, sus atendibles despropósitos y sus incitaciones acuciantes recortadas sobre los dilemas de una Argentina paradójica que cada tanto actualiza las preguntas fundamentales surgidas en aquellas coordenadas.
La escena es conocida. El hombre en el proscenio, enhiesto, ufano, lee sus caprichosas genealogías sobre el poema épico al que daría estatuto fundacional de la nación ante un Teatro – el Odeón- repleto; el ex-presidente Roca saluda desde el palco oficial. El primer Centenario de la proclamación de la Independencia conocería la publicación de aquellas conferencias bajo el título de El Payador, magnífico canto de cisne de una Argentina geórgica que languidecía en sus formatos antiguos bajo los embates de la modernización propinada por la generación del ochenta. Desde entonces ha transcurrido casi un siglo. En vísperas de un nuevo Centenario cabe evaluar la figura de aquel poeta y crítico mayor, su vigencia, sus atendibles despropósitos y sus incitaciones acuciantes recortadas sobre los dilemas de una Argentina paradójica que cada tanto actualiza las preguntas fundamentales surgidas en aquellas coordenadas.
Leopoldo
Lugones fue a su época lo que Borges a la nuestra. Terrible sombra tutelar a
conjurar, su obra, que involucra indisociablemente complejas operaciones de
construcción de su imagen pública así como no menos raras recolocaciones ante
la deriva de la historia presente, interpelaba a las conciencias literarias en
forma ineludible, directa[i].
No se podía ser indiferente a su voz -una voz de orden, dionisíaca,
desmesurada, trágica, persistente-, que fue un modelo enorme a partir del cual
definirse. A ese dilema clásico de las herencias la crítica suele darle el nombre
de “canon”. Ciertamente, buena parte de las mejores páginas de Martínez
Estrada, de Borges, de Astrada, estarían tramadas con sus reflexiones sobre la
lengua literaria y la idea de nación en un diálogo que ya fue disputa sorda, ya
emulación subrepticia, ya reconocimiento explícito. Por otra parte, la historia
propondría transmutaciones vivientes del mito configurado en ellas que tensaron
hasta la crispación la apropiación de esa herencia, sometiéndola a paradojas
imprevistas. A balances del sino contenido en su nombre los dos primeros
dedicarían sendos libros que lo llevan por título. Pero serán Radiografía de
la Pampa
y Muerte y transfiguración de Martín Fierro, para el profeta de San José
de la Esquina,
y Martín Fierro para el autor de El Aleph, tensionados en un haz
crítico con El mito gaucho de Carlos Astrada, los textos que
conforman el mapa de la presencia eminente de la visión de Lugones en las
letras vernáculas.
A las obras
que acabo de mentar El Payador las contiene bajo la forma de la
precursión: la prefiguración temática, el diseño de sus claves intelectivas, en
fin, su tesis central, instaron a sus sucesores a producir una actualización
crítica recortada ante las urgencias de la hora con nuevos lenguajes y desde
ideologías diversas. En sus páginas se propone, clásicamente, la imagen del
gaucho como entidad emblemática de la argentinidad, surgido –construido- en el
centro del sistema literario decimonónico bajo la forma de un poema épico, el Martín
Fierro. Al constituir la pregunta central a partir de la cual se define la
peculiaridad de las ficciones vernáculas –¿Qué es un gaucho?- Lugones
deviene el inventor del núcleo fundante de la literatura argentina.
El
Payador esgrime un ademán que va de la indagación de las
formas raciales, sociales y culturales que asumió la figura del gaucho, hasta
las variantes religiosas, filosóficas y políticas de su vicisitud histórica.
Para narrar su genealogía Lugones parte de una constatación: en la Argentina fracasó la conquista española. Civilizó montañas y selvas, pero no la pampa; su
inmensidad era el obstáculo que propiciaba la barbarie, robustecida con la
apropiación del ganado. Por otra parte, no se pudo integrar a los indios: hubo
de exterminárselos. Pero no ha de lamentar la pérdida: para Lugones se trataba
de “razas sin risa”, jinetes cercanos al reino animal que vivieron inmersos en
la “solidez alarmante del feudalismo patagón”.
Los gauchos, forma híbrida de españoles cruzados con árabes, se
mixturaron aquí con indios; constituyen así, en el lenguaje de Lugones, una
“sub-raza de transición”, que ha de ser eficaz contención contra la barbarie en
tanto participa de su naturaleza y de las de la civilización, cuyo estímulo
porta. Pero los mestizos fueron desplazados en los trabajos urbanos por los
esclavos negros, y se afincaron a las fronteras. El orgullo que heredó del
hidalgo le impedía los trabajos serviles –explica el poeta, preparando su
relato del honor. El gaucho tuvo el dominio de la pampa a caballo; su soledad,
la inmensidad de su experiencia, el desamparo, forjaron su autosuficiencia y lo
hicieron proclive a la serenidad, la meditación, que labraron la sobriedad de
su carácter. El vigor, la aventura, no van reñidas con la compasión, la
cortesía, la elegancia que lo animan -aduce. Su melancolía conlleva virtudes
sociales como el pundonor, la franqueza, la lealtad, que faltan al “salvaje” y
son atributos del gaucho. Pero este no carece de falencias que labrarán su
desdicha. En condiciones críticas, sostiene Lugones, da curso al atavismo
salvaje que lo habita: es cruel en la guerra, brutal e iracundo, misántropo.
Ocio y pesimismo son también legados de españoles e indios. Rebelde contra la
autoridad o la propiedad del rico, es justiciero por propia mano. Pero –matiza-
si bien en su errancia no halla querencia, la pobreza lo hace libre. “La vida
del hogar fue, así, rudimentaria para el gaucho, y por consiguiente, baladí en
su alma el amor de la mujer”; “el no fue amante, sino de la libertad”
–aventura.
Para acentuar su carácter híbrido Lugones lee al gaucho en su traje como
sucesión de capas histórico culturales: el chiripá es quichua, la bombacha
árabe, etc. Por lo demás, “Raro el gaucho que no fuese guitarrero, y abundaban
los cantores”, afirma: es por ello que el payador constituyó el tipo nacional.
Vivía, errante, de la guitarra y los versos; sus creencias reducíanse a unas
cuantas supersticiones. Tal la retahíla de rasgos que apunta Lugones para
establecer el tipo. De modo que su mirada va haciendo de la figura social un
tipo humano que tiende a traspasar sus condiciones de aparición. “Fácil será
hallar en el gaucho el prototipo del argentino actual” –sostiene. Pero,
alarmado ante la audacia que está proponiendo, y que de hecho alentará su
legibilidad ulterior, hace la salvedad: “No
somos gauchos, sin duda, pero ese producto del ambiente contenía en potencia al
argentino de hoy, tan diferente bajo la apariencia confusa producida por el
cruzamiento actual”. “Cuando esta confusión acabe, aquellos rasgos resaltarán
todavía, adquiriendo, entonces, una importancia fundamental el poema que los
tipifica, al faltarles toda encarnación viviente”. De esta frase surge toda la
literatura posterior. Y contiene en clave alegórica buena parte de la política
argentina también.
El gaucho prototípico subsistiría mientras las condiciones ambientes
permaneciesen, mas ello no habría de durar. “Su desaparición” –afirma en un
desahogo- es un bien para el país, porque contenía un elemento inferior en su
parte de sangre indígena; pero su definición como tipo nacional acentuó en forma
irrevocable, que es decir, étnica y socialmente, nuestra separación de España,
constituyéndonos una personalidad propia”. Lugones maneja la paradoja con
astucia y conveniencia. Su desprecio aristocrático y racista se tensa con el
ansia de dar con un sujeto histórico de la emancipación que dé sustancia a la
singularidad argentina. La aparición del gaucho favoreció la independencia
porque impidió la total españolización –sostiene-, pero también la guerra
gaucha llevó a que defendiera aquel medio donde había nacido, contra la
“civilización transformadora”. “Por eso estuvo con los caudillos cuya política
pretendía mantener las costumbres de la antigua colonia en la república”. Hay
en él un impulso retardatario inscripto en su origen mismo. El surgimiento de las
relaciones personales con el caudillo en la vaquería es narrado en forma
curiosa por el ex anarquista Lugones: “Como la moneda escaseaba mucho, los
peones tenían por salario una parte del botín, poco valiosa, después de todo,
en aquel comunismo de la abundancia, de suerte que su dependencia del patrón
era, ante todo, un arrimo por simpatía”. Queda así comprendido, y, de algún
modo, excusado, el personalismo que animará figuras de gran relevancia para
nuestra historia, de Rosas a Yrigoyen y Perón, fantasmas pesadillescos para el
pensamiento oligárquico. Asimismo, Lugones postula una subordinación natural
del gaucho al blanco de las ciudades; de ese modo “su patronazgo resulta un
hecho natural”. Por ello puede afirmar que se trata de una especie en extinción:
“Quien de suyo se somete, empieza ya a desaparecer”, postula, disolviendo la
responsabilidad histórica de las clases dominantes que había esbozado poco
antes.
El por entonces considerado nuestro vate mayor –recuérdese que habla en
el momento epifánico de la república moderna- se esfuerza en rescatar la figura
simbólica del gaucho sin menoscabar a sus sepultureros. La oligarquía tuvo la
inteligencia y patriotismo de preparar la democracia contra su propio interés
en nombre de la futura grandeza de la nación –sostiene inverosímil. Aunque
-trata de matizar-, ello no disculpa ninguno de sus errores, entre los cuales
figura la destrucción del gaucho. Si la salvación y la libertad fueron obra del
gaucho -vencida la revolución, solo los hombres de Güemes, cuyas hazañas
cantara en La Guerra
Gaucha, resistieron, afirma- el destino le jugó una mala
pasada. “La política que tanto lo explotó, nada hizo para mejorarlo”. “Él, como
hijo de la tierra, tuvo todos los deberes, pero ni un solo derecho, a pesar de
las leyes democráticas”. Paria en su tierra, fue pospuesto por el inmigrante
que valorizaba la tierra para la burguesía. “Ya no necesitaba de él la patria
injusta, entonces se fue el generoso. Herido al alma, ahogó varonilmente su
gemido en canciones”.
Pero allí quedó el poema hernandiano, que, en tanto poesía épica,
“encarna la vida heroica de una raza”. Los héroes son para Lugones ejemplares
humanos superiores; proponen al futuro un ideal de verdad, de belleza y de bien
que hacen a su calidad moral, y es la épica, que procede al elogio de sus
empresas inspiradas por la justicia y la libertad, la que sustancia la nueva
nación. Los trovadores rurales son los
portadores de la lengua que desgajada del tronco grecolatino elude el
cristianismo, al cual Lugones, lector de Nietzsche, considerará “religión de
esclavos”. La poesía es agente primordial en la creación de un nuevo lenguaje;
otro castellano estaba en ciernes en la lengua del payador. “Si
la justicia es el bien asegurado a cada uno por la sociedad, el honor es el correspondiente
sacrificio que la sociedad exige a cada uno”: el Martín Fierro canta ese
destino del gaucho.
Por esa
cuerda del relato del honor Lugones enfatizará la inspiración religiosa que
anima la épica, puesto que infunde valores trascendentes a la vida histórica de
los hombres: justicia y libertad son esperanzas supremas. La poesía épica es
religiosa, es religión civil que funda la nación. El Martín Fierro –en el que ve al misticismo poético del indio y
del árabe redivivos- surge de ese ímpetu anímico. Las payadas son convites
filosóficos; la invocación a los santos milagrosos, como en las églogas
virgilianas, “prueba la persistencia del carácter grecolatino en nuestra raza”.
Por ello Lugones, en otro alarde de audacia intelectual que trasciende lo verosímil,
puede sostener que veinte siglos de servidumbre cristiana serán redimidos por
el resurgir del espíritu griego a través del canto del payador. El noble linaje
hercúleo del gaucho habita como una sombra la nación futura.
Sarmiento
abría su manual del exterminio étnico –Conflicto y armonías de las razas en
América- con la pregunta: “¿Quiénes éramos cuando nos llamamos americanos,
y quiénes somos cuando argentinos nos llamamos?” Aún en su sintaxis amañada,
formulada en vísperas de la masacre fundacional del Estado moderno que fue la
llamada Conquista del Desierto que acabó con el encierro, destrucción, y
expropiación territorial de las naciones originarias, la cuestión señalada
ameritaba la interrogación por el ser actual de los argentinos a la vez que suponía
–y proponía- un borramiento del pecado de origen.
La
consolidación del Estado nacional, producido el ingreso de la masa inmigratoria
que modificó para siempre el mapa vital de las ciudades, requería la
construcción imaginaria de la nueva entidad colectiva a la cual subsumirla, una
imagen englobante que comprendiera las diferencias. Si Sarmiento dejaba en la
sombra aquel pasado indiano y presentaba como problema y solución la asunción
de la civilización de matrizado europeo occidental que vendría a suturar la
herida de origen, Lugones, más sutil, y, hay que reconocerlo, mucho más audaz,
daba en la cuerda simbólica adecuada. Menudo dilema era el que se le planteaba.
Porque hacer del gaucho, como fue su intención, la figura híbrida que condensa
las múltiples dimensiones históricas y sociales que confluyeron en la
construcción de la identidad nacional, tras una historia de las disputas
sangrientas de las guerras civiles que atravesaron el siglo hasta arribar al
‘80, suponía asumir el riesgo de invertir el diagnóstico sarmientino. El elogio
indirecto de la barbarie –aunque presuntamente derrotada, parejamente acechante
en sus trasmutaciones: ya él mismo había abjurado suficientemente de la
“democracia guaranga y niveladora” del yrigoyenismo con alardes aristocráticos
como para condescender a una de sus formulaciones- que ciertamente cabía en su
lectura del Martín Fierro, desmentía el ansia civilizatoria de la cual
se proponía a sí mismo como adalid mayor. Pues no hay que olvidar que Lugones
acentuará cada vez más, con las décadas, su autofiguración como brújula y faro,
su deseo de regir el destino de la nación con su palabra y acción levantadas.
Ya sea como inspector de escuelas, como escriba del régimen o apólogo del
gobernante de turno, ya como poeta que propone un nuevo lenguaje, que funda en
el verbo la inflexión argentina del modernismo americano con sus ínfulas
autonómicas (lo cual hasta lo llevaría al intento de escritura de un
diccionario de la lengua usual), esgrimió cada gesto con ademán fundacional autosuficiente,
del todo conciente de su potestad. Incluso, siguiendo a Ruskin, auscultará la
arquitectura autóctona en busca de las piedras liminares de la nación: Las
misiones jesuíticas harán, en su imaginario, junto a su verbo poético y su
indagación del canto épico nacional, el núcleo de la nación futura.
Pero había
que definir un sujeto que lo soporte y encarne. Y allí estaba el Martín
Fierro a la mano. Grave decisión la de fundar la subjetividad nacional en
la figura del gaucho, por la contravención del ya para entonces incuestionable
esquema sarmientino, a cuya indeseada consecuencia –el “aluvión zoológico” de
italianos y españoles que venían a desgarrar la “pureza” criolla del tejido
social- se le sumaba otro dilema no menor: qué hacer con la Iglesia, con la abominada
herencia cristiana. Lugones sorteará ambos bretes con gracia en una operación
de lo más curiosa, que fundamenta El Payador. Pues si el gaucho es el
emblema del hombre argentino, lo resuelve diciendo que corresponde a una figura
social ya desaparecida, barrida por la civilización: preparaba Don Segundo Sombra. Y por el
otro lado, sostenía que el gaucho era heredero del centauro arábigo, imbuido de
un panteísmo animista, que descreía de las instituciones y, en general, de los
valores. Con lo cual eludía en un solo movimiento dos milenios de imaginario
cristiano bien asentados.
Devenía
así, en ese como en tantos otros sentidos, el inventor del núcleo de la
literatura argentina en la medida en que colocó en el centro del sistema
literario al Martín Fierro, hasta ese momento considerado apenas como
una mera obra de raigambre popular más. Al construir en su texto al gaucho como
figura nacional, como modelo platónico, encarnación de una esencia que
perviviría transmutada en las sucesivas generaciones de argentinos dando la
horma de nuestro ser en el mundo, alentaba la respuesta al largo debate sobre
la identidad nacional que atravesaría el siglo. Y que hoy, aún pese a la
crítica que ha merecido su esencialismo y no pocas de sus posiciones y visiones
que de él derivan (mencionemos por caso su racismo de cuño aristocrático, su
hispanismo subrepticio, su vocación autoritaria, entre otras) del todo
tributarias de la época, resultan de una pertinencia no superada.
Aquellas
dos vertientes de su propuesta del gaucho mitológico como entidad que conjuga
la diversidad nacional serán recogidas, con lenguaje filosófico, por Carlos
Astrada en 1948: El mito gaucho opera en el conjunto de textos que
formulan el problema de la identidad colectiva, con el peronismo como telón de
fondo, como una actualización del dilema lugoniano. Se propone en su texto una
descripción del tipo antropológico argentino, con sus estilos y caracteres
propios que lo distinguen claramente; su cosmovisión panteísta y telúrica, que
diseña en términos de una teología popular, su pertenencia al mito de la
estirpe, en relación al cual construye su gracia o su desdicha en el devenir
histórico, etc. aparecían diseñados en el Martín Fierro. De aquellos
rasgos deriva incluso una filosofía política, a la que Astrada llama gauchocracia
comunitaria, cercana a la Comunidad Organizada
justicialista –y, por supuesto, ya distante de las ínfulas fascistas de
Lugones-, mas dotada de una cierta reserva hacia el Estado y sus detentadores,
y una impronta más fuertemente societalista e igualitaria, que hace de la
mezcla, de la hibridación social –ya no racial-, la argamasa de la emancipación
futura. Lo que le permitirá reformular en clave revolucionaria marxista el mito
cuando los años sesenta lean la saga de Fierro y sus hijos con ánimo redentor.
Aquella
posibilidad será también claramente percibida como el problema mayor de la
herencia decimonónica por Martínez Estada, que el mismo año ‘48 entregará en Muerte
y Transfiguración de Martín Fierro su intento de conjura del epos nacional
en el texto al que ve como propiciador de un Facundo redimido, y por tanto
merecedor de un nuevo Sarmiento –él mismo. Ya desde
comienzos de la Década
Infame la sombra terrible del centauro pampero se le había
aparecido como premonición del mal: irredimible, la Argentina peroniana que
corroboraba aquellos terrores lo empujaba a irse, a combatir al monstruo con su
verba engastada de alegorismos morales desde algún refugio resistente. La
existencia desdichada de este hombre que hubo de recluirse en su ostracismo
electivo de Bahía Blanca se vería puntuada por el drama de la enfermedad:
Martínez Estrada tenía un problema de piel con el peronismo. Su cura sería
verbal: disparará ensayos desde el vértigo horizontal del lecho como quien recita
un ensalmo piadoso a manera de ofrenda.
La
estrategia empleada en Muerte y transfiguración será curiosa: contra
toda evidencia, el radiógrafo infatuado trataría de sacar de los manoseos de la
historia al poema devenido epopeya nacional. Para ello necesitó no sólo aislar
el texto de sus filiaciones e incidencias más obvias sino –y sobre todo–
menoscabar sus figuras centrales. Urdió entonces una estratagema
extraordinaria: les confirió un animismo extremo a los personajes, quienes
según él ingresan en la trama para dislocar sus cimientos, liberados de la
tiranía del autor. Pues para sorpresa de cualquier lector del poema Martínez
Estrada sostiene que Cruz es el personaje primario, alter ego de Hernández, que
con su irrupción en el texto anula la voz de Fierro, su “anti él”. El encuentro
con Cruz mata a Fierro, le quita su empresa de insurrección; el rebelde ha sido
desarmado para siempre por el traidor advenedizo, sostiene. Obsérvese que si le
aplicamos a esta construcción el tipo de lectura alegórica martinezestradista,
el sargento Cruz, un militar de rango menor que se pasa de bando y plegándose
al destino del perseguido decide cambiar de pelaje, transformarse en su otro,
remite en 1948 de un modo inmediato a Perón, “el jefe de sus propios enemigos”,
como lo llamaría León Rozitchner. De modo que por esa cuerda la verdad del Martín
Fierro exhumada por un sagaz psicoanálisis silvestre es siempre moral y
reside en un más allá del texto.
Para
Martínez Estrada su anomalía radical propició en manos de los críticos un
equívoco fundamental, que comporta la muerte del libro de Hernández. Puesto que
no sería la continuidad del lenguaje rural sino su revolución, ni la
construcción heroica de un modelo de hombre argentino sino una dramática
denuncia de la “máquina de daños” –el estado de la cosa social–, fallido por la
integración de Hernández al sistema político, lo que transfiguró su destino
lector. Era claro que el nítido afán clausurante de su intento por el que
pretendía hundir la construcción mítica caería en el más rotundo de los
fracasos. Pero es su misma operación, por increíble, casi diríamos delirante,
la que labró su legibilidad ulterior. Para él, la triste tragedia inevitable de
la encarnación del mito en una fuerza histórica bastarda habría de resolverse de
algún modo. Pero no dirá cuál. Esa será la falencia y la virtud del libro. La
época no veía con buenos ojos las vastas alegorías políticas, género de lectura
póstuma si los hay. A Martínez Estrada poco le importó. Durante toda su vida lo
había aquejado, no sin gozo, el síndrome de Casandra, la pitonisa condenada a
predecir la verdad y ser desoída. Desapercibidas, sus admoniciones caían
irremediablemente en saco roto. Sólo le restaba tras cada exhortación flamígera
el tardío e inútil consuelo de la corroboración ulterior, cuando ya no
importaba.
La carencia
de un sujeto histórico que asumiera la resolución de la negatividad de la Ida, aunque más no
fuera, como en Astrada, con la apelación al comunitarismo de la Vuelta de Martín
Fierro, es la falla interna del libro. Mas al igual que sucede en el Facundo,
parece ser su condición de pervivencia, de la transmutación de lecturas que
abre. Y es que este hombre atribulado no podía hallar un correctivo a sus
diagnósticos a riesgo de volverse contra sí mismo más allá de lo que la
veleidad del ensayista puede tolerar. Pues aún por entonces resultaba
impensable su adscripción a las huestes radicalizadas que vendrían. Será
preciso el huracán de la
Revolución Cubana para que condescendiera a dar con una
fuente de redención social acorde a sus anhelos. Al igual que su Qué es esto,
proferido en el ’56, más dramáticamente atravesado por este dilema, Muerte y
transfiguración careció de encarnadura política posible. Esa es la clave
de su pertinencia crítica ulterior.
Paradójicamente
(él, que tanto gustaba de la paradoja como figura retórica, y que indagó en sus
variaciones tomándola como ocasión privilegiada de conocimiento), atrapado en
la red de lo que critica, contribuyó a consolidar la vitalidad del mito gaucho
con su libro, pese a su declarada intención de devolverlo al parnaso vacío de
las rebeliones derrotadas. Puesto que el mito forjado por Hernández y
canonizado por Lugones vive en la totalidad de sus versiones; en la suma de sus
desplazamientos va modulándose y deviniendo fuerza actual. En repetirse pero a
la vez en no permanecer siempre igual a sí mismo estriba la garantía de su
permanencia, su eficacia simbólica. Esa es la venganza del propio texto
hernandiano y el motivo de la vivacidad del magnífico despropósito de Martínez
Estrada que, pese a sí mismo, prosigue aquella estela. Muerte y
transfiguración fue su Facundo. Nadie lo notó.
Por su
parte, y en una cuerda similar, Borges advertirá el riesgo de asomarse a esa
bestia del imaginario colectivo, pero no dejará de caer en la tentación de
invocar su sombra en sus propias ficciones: será su veta populista, poblada de
orilleros, gauchos malos, justicieros y arbitrarios, cíclicamente retornante,
su modo de proseguir aquel impulso épico alumbrado por Lugones. El suyo es también
un relato del honor. Pero, retráctil ante su deriva política, preñada de
peronismo, pondrá esa afición en términos de puja entre sus dos linajes:
Inglaterra y las pampas. Y cuando no le rinda la distinción, proseguirá camino
hacia la parodia inclemente: La fiesta del monstruo. De allí surgirán
las vanguardias estéticas setentistas que actualizarán el mito: Osvaldo
Lamborghini con su gauchesca paródica conducirá al abordaje tardío y
parcializado de Josefina Ludmer, que, sin embargo, no percibe más que
superficialmente el problema de la catarsis política que implica la deriva del
texto en el país.
Macedonio
Fernández resumió el dilema abierto por Lugones en un chiste con aires de zen
criollo: Los gauchos son un invento de los estancieros para entretener a los
caballos. Aquella creación ficcional de un estanciero federal, que fue el
gaucho Martín Fierro, proclamada su extinción como figura histórica en la
escena oligárquica para poder devenir figura simbólica, emblema que anuda
naturaleza y cultura, daría con la suerte de todo mito: sus transmutaciones,
sus encarnaciones históricas sucesivas, aún cifran el destino patrio.
Bibliografía.
Astrada,
Carlos: El mito gaucho. Fondo Nacional de las Artes. Bs. As., 2006.
Borges, Jorge Luis: Lugones. Bs. As., Pleamar,
1965.
Borges,
Jorge Luis – Guerrero, Margarita: Martín Fierro. Bs. As., Columba, 1953.
López,
María Pía: Lugones: entre la aventura y la cruzada. Bs. As., Colihue, 2004.
Lugones, Leopoldo: El Payador. Ediciones Centurión. Bs. As.,
1961.
Martínez
Estrada, Ezequiel: Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Bs. As., CEAL,. 1983
[i] Remito con fervor a Lugones: entre la aventura y la cruzada (Colihue,
2004) de María Pía López, fundamental
estudio sobre el poeta que establece las coordenadas –los extremos- entre los
que osciló la articulación de su palabra con el espacio público.
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