lunes, 20 de julio de 2009


La amistad según Scalabrini Ortiz

En esa novela inicial compuesta de fragmentos que es El hombre que está solo y espera, Raúl Scalabrini Ortiz dedica un capítulo completo a la amistad. La amistad porteña –y por consiguiente la argentina- es diferente y no sólo en matices a la europea. No respeta condición social, filiaciones políticas ni los vaivenes de la fortuna, se entromete en todas partes. A la hora de escribir sobre nuestra identidad Scalabrini es un gran apostador, optimista y siempre esperanzado, ¿por eso con el correr de los años lo habremos dejado de leer?

El hombre que está solo y espera –creemos- en Scalabrini funcionará como una usina de conceptos, a los que luego en sus escritos sobre historia y política echará mano. Pasado octubre del 45 en una conferencia en La Plata vuelve sobre el tema de la amistad, y es el texto que ponemos al final. Los dos políticos que gravitan en estas palabras de Scalabrini son Yrigoyen, puntualmente por su neutralidad ante la Primera Guerra Mundial y luego la atención para con los vencidos, y Perón, por el fervor popular que lo arrastra al poder. En suma, un tipo de amistad que nos puede llevar mucho más lejos que las peñas y las conversaciones de café.

(Imagen fisonomía de Scalabrini, por Hermegenildo Sábat)



Un olvido del egoísmo

En la amistad europea hay un pacto tácito de colaboración, un complot de conveniencias sin escapatorias ni empalmes sentimentales. En la amistad porteña hay un desprendimiento afectivo tan compacto que es casi amoroso. La amistad europea es un intercambio. La amistad porteña es un don: el único de esta tierra.


La amistad europea es dilatada y playa: sus puntos de contacto son innumerables y extrínsecos a ella misma. Dos rentistas del “tres por ciento”, dos burócratas del mismo ministerio, dos descendientes de nobleza abolida, dos literatos de la misma escuela, dos comerciantes de provechos coincidentes; dos obreros de la misma industria acuñan opiniones similares sobre finanzas, nacionalismo, ética, política o religión, porque ambos son voceros de la misma tradición, repetidores de iguales cánones. Las minúsculas discrepancias individuales son el aderezo de la concordancia general. Donde los hombres se casan atraídos por la dote de sus cónyuges, no es posible que seleccionen sus amigos entre adversarios de sus intereses materiales.

La amistad porteña es juego más egocéntrico. Es restringida en causas y profunda. Entronca en la simpatía personal y se nutre con los sentimien-
tos comunes. Sin que la afección se menoscabe por ello, dos amigos porteños pueden desempeñar actividades opuestas, ser contrincantes políticos, militar en campos sociales adversarios, profesar creencias o cultos antagónicos.

En el comienzo de una amistad se vislumbran con mayor nitidez las reglas que la conducen. El conocimiento de las personas es coyuntura de azar en que interviene casi siempre la presentación de un amigo común. El porteño desconfía de las relaciones en que un amigo anterior no tuvo ingerencia. La simple vecindad de habitación o de trabajo difícilmente sella verdaderos actos amistosos. “También vos sos un desorejado. ¿Quién te manda confiar en un tipo que no conoces?”. Este es reproche corriente. El “no conoces” significa: “que no te fue presentado por nadie”.


Ya enfrentadas en conocimiento, dos personas que permutan una simpatía primeriza y, sin declararlo, se asocian en voluntad de instaurar una amistad, tantean, en plática aparentemente desganada, los temas en que un enlace de opiniones es hacedero. Hay una simpatía troncal; para perdurar, esa simpatía necesita parcelarse en diálogos, en conmutación de emociones donde la lumbre cordial de una compañía se ensancha. Para conversar, es necesario hallar los tópicos comunes. Por otra parte, como diremos después, una concomitancia es siempre posible entre dos porteños encuadrados en ciertas restricciones de edad. Se opera con expresiones vivaces, con preguntas inusitadamente corteses, con referencias e informaciones cuyas palabras van enmendadas por el tono en que se articulan, con opiniones jamás terminantes. Quien en iniciación de amistad emplea frases categóricas, es que no quiere ser amigo de su interlocutor. El que busca amistad no substenta sus opiniones cuando son desfavorablemente recibidas. Por eso las emite sin concederles importancia, sino dispuesto a rectificarse, listo para retirarlas, provisoriamente a lo menos. “Dicen que los radicales ganarán en la provincia”... “Le confieso que la política me tiene un poco harto”... Y se pasa a otra cosa. En el fondo de esas frases hay una discrepancia que no se procura sobrepujar. Cuando esos tanteos descubren la zona neutral, los temas en que una paridad de criterio facilita el afianzamiento de un afecto, el entusiasmo se desborda en confirmaciones. “Ajá. Tiene usted razón. Es muy bueno. No había caído en la cuenta”.

Una vez entablada la amistad es ajuste sagrado. Ni los vaivenes de la fortuna, ni los tropiezos de las empresas, ni los malogros de las intenciones pueden destruirla. “Pucha que mala suerte tiene Mauricio. Ya lo dejaron cesante otra vez”. O bien: “Juan está en la buena racha. ¡Mira que anda ganando dinero!” Todo delito halla una excusa en la intimidad del sentimiento porteño, todo fracaso un atenuamiento, menos los delitos inferidos a la estrecha ligazón que presupone la amistad.

Ser “falluto”, infiel a los compromisos de la camaradería, es baldón infamante, desdoro que no se perdona. La amistad porteña es una caricia de varones que no se doblegan ante el destino ni gustan proferir quejum
bres. La amistad tiene ternuras de madre. “Che, Antonio no anda bien. Está flaco y preocupado. ¿Por qué no lo hablas vos que sos más amigo de él?” “Es ese metejón el que lo tiene embromado. La tipa es una desvergonzada”. “¡Caramba! ¿Y cómo podríamos darle una manito?” La amistad, cuando se estrecha, es así: un poco responsera: “Mirá, vos no tenés que hacer esa macana”. Pero no es inquisidora. El que mucho inquiere y fuera de lugar es un “secante”, un amigo engorroso.

La amistad no persigue remuneración alguna. Se da libremente. Un buen amigo no podría ser feliz sabiendo que sus amigos no lo son. Dos amigos forman una tertulia, un mundo completo y ficticio en que el mundo ya no es valedero. La amistad porteña es un fortín ante el cual los embates de la vida se mellan. La amistad porteña es un olvido del egoísmo humano.

El hombre que está solo y espera, 1931



Palabras de esperanza para los que pueden ser mis hijos

“La distribución sin utilitarismo de la riqueza; la sencillez aguda para reexaminar los problemas y reducirlos a sus términos más simples y resolubles; la generosidad de acción y de propósitos; la verdad y franqueza de los motivos y la voluntad de hacer amigos son elementos capaces de constituir fuerza, ya olvidadas hace mucho en el orden internacional. No se me escapa que toda técnica nueva parece absurda. Pero detengámonos un momento en el examen de cómo crea fuerza un político. El político no sale a amedrentar a las muchedumbres, no hace prosélitos por temor, sino por simpatía. Convence y emociona. Persuade y discurre, removiendo los más nobles sentimientos. Así avanza en la formación de su poder. El político no es más que un forjador de amigos al por mayor. Pero la política del político hace mucho tiempo que fue abandonada en el orden internacional. No se ganará la paz con intimidaciones ni con préstamos que someten las economías y los orgullos nacionales a la usura matemática de un interés. El mundo puede ser ordenado por la nación que convenza a las otras de que sus actos solamente son dictados por la preocupación del bienestar general”.

De Palabras de esperanza para los que pueden ser mis hijos, pronunciadas en el Ateneo Ciudad de La Plata, noviembre de 1947



Cumplimos la promesa de entregar más de Scalabrini –y tal vez nos quede otra entrada. Aquí: en su reseña biográfica en “Acercamientos a su ser total y esencial” agregamos otros tres testimonios: uno de su amigo y pariente Manuel Gálvez, una entrevista de César Tiempo con “palabras póstumas” de Scalabrini, la misma que también nos animó a armar una propia (no se pierdan el gusto que nos dimos de entrevistar a don Raúl).

Finalmente contamos que en la biblioteca hallamos “Historia de los ferrocarriles argentinos”, libro no consignado en la primera entrada, para el que le interese puede retirarlo.

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